Alberto Tauro del Pino
SEGÚN. Osmar Gonzales
Pronunciar el nombre Alberto Tauro del Pino es referirse a
un investigador nato, a un escritor prolífico y a un maestro en toda la línea.
Nació en el puerto del Callao el 17-I-1914, y murió en Lima el 18-II-1994: 80
años de una vida dedicada a la búsqueda de los cimientos de la nacionalidad desde
diferentes perspectivas: literatura, derecho, historia, periodismo, así como
desde la docencia y la recuperación documental y bibliográfica, especial pero
no únicamente cuando fue funcionario de la Biblioteca Nacional.
Alberto Tauro del Pino vino al mundo en un año crucial de la
vida política peruana –el de la irrupción de Guillermo E. Billinghurst en la
campaña electoral de ese año que terminó desordenando la jerárquica vida
política oligárquica–, y se fue de este mundo cuando presidía la comisión que preparaba
el homenaje por los 100 años del nacimiento de José Carlos Mariátegui, uno de
sus autores preferidos y al que dedicó numerosos estudios. Perteneció a una
generación sufrida, que creció durante los años de la autocracia del oncenio de
Augusto B. Leguía (1919-1930), y después tuvo que pasar su adolescencia y
juventud espectando la guerra civil entre apristas y ejército, y soportando los
años férreos de la dictadura de carácter fascista que implementó el general
Óscar R. Benavides en los años 30. El dictador, aparte de golpear mortalmente
la vida social y política, dio un duro zarpazo a la vida cultural, al cerrar la
Universidad San Marcos en el año 1932, so pretexto de combatir a los
comunistas.
A la generación de Tauro del Pino pertenecieron otros distinguidos
personajes de nuestra cultura. Solo mencionaré, a modo de ejemplo, y según
fecha de nacimiento, a Ciro Alegría y Carlota Carvallo de Núñez (1909),
Francisco Izquierdo Ríos y Alfredo Yépez Miranda (1910), José María Arguedas,
Emilio Adolfo Westphalen y Luis Fabio Xammar (1911), Pedro Benvenutto Murrieta
y Manuel Moreno Jimeno (1913), Augusto Tamayo Vargas (1914), Guillermo Lohmann
Villena, Enrique Solari Swayne y Alberto Wagner de Reyna (1915). Esta
generación debió remontar la tragedia nacional del oscurantismo cultural y
político y construir sus propios espacios para, desde ellos, incrementar el
conocimiento de nuestro pasado e identidad. No creo que se pueda decir que se
trató de una generación fundadora, pero sí que fue una que consolidó los cimientos
de la profesionalización de la investigación histórica y literaria, iniciada en
las dos generaciones anteriores fundamentales: la del novecientos y la del
Centenario de la Independencia. 292
Uno de sus amigos más cercanos, Javier Mariátegui, el hijo
menor del Amauta, escribió en algún momento lo siguiente:
“Alberto Tauro fue personalidad singular, un peruano
representativo de su tiempo … quizá la figura más lograda de la generación que
hubo de suceder a la de 1920 … Investigador serio y responsable de nuestro
pasado, su pasmosa erudición se iluminaba con las nuevas luces del conocimiento
actual, Tauro perteneció a esa especie, lamentablemente en extinción, de
enciclopedistas peruanos, capaces de ofrecer una imagen de conjunto del país
real, de sus compromisos actuales y de sus responsabilidades futuras.”
Tauro del Pino además de ser prolífico investigador fue un
destacado y dedicado profesor. Su labor docente no se circunscribió al ámbito
de las aulas universitarias, pues también enseñó en colegios de educación
secundaria, en el Instituto Nacional de Varones y en la Escuela Nacional
Superior.
Hombre de libros, en 1941 Tauro del Pino ingresó –como no
podía ser de otra manera– a la Biblioteca Nacional cuando era su director Jorge
Basadre. En dicha institución realizó una prolífica y fundamental labor. Luego
de ser el jefe del grupo que realizó la primera catalogación (1941-1943),
antes, incluso, que Basadre fundara la Escuela Nacional de Bibliotecarios (de
la que fue también su profesor); de dirigir diferentes departamentos (de
catalogación, ingresos e investigaciones), de editar la revista Fénix y el
Boletín (entre 1947 y 1956) y el Anuario Bibliográfico (1943-1954), fue su
director hasta en cuatro oportunidades desde el año 1945.
Fue en el mismo año 1945 en que Tauro del Pino ingresó como
catedrático a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el centro de sus
investigaciones y de sus amores. En la Facultad de Letras de dicha casa de
estudios obtuvo el bachillerato y luego el doctorado con sendas tesis
originales. La primera, en 1939, sobre la “Mocedad de José Rufino Echenique”, y
la segunda, en 1940, titulada “Presencia y definición del indigenismo
literario”. Tesis que fue publicada al parecer en México pero sobre la que no
se ha tomado la debida atención. Acerca de este trabajo versa el presente
artículo. Además, en San Marcos dirigió el Departamento de Publicaciones
(1964-1969), el Programa Académico de Ciencias Histórico-Sociales (1969-1970),
y la Coordinación Académica y Evaluación Pedagógica (1973-1977).
El maestro también integró comisiones importantes, como la
presidida por Cristóbal de Losada y Puga (conformada además por Rafael Morales
Ayarza y Estuardo Núñez) que elaboró el Anteproyecto de ley de protección de
los derechos de autor; la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la
Independencia en representación de la universidad peruana (para la cual preparó
siete volúmenes, además de los siete de la Historia del Protectorado de Germán
Leguía y Martínez), y la Comisión Nacional del Centenario de José Carlos
Mariátegui.
La labor de Tauro del Pino fue tempranamente reconocida
cuando, en 1938, resultó designado por el Instituto Superior de Lingüística,
para realizar una gira cultural por Italia, con auspicio del gobierno de ese
país. Luego, en 1943-1944, fue invitado por el Departamento de Estados Unidos
para seguir estudios de perfeccionamiento bajo los auspicios de la Asociación
Americana de Bibliotecarios y el Comité Norteamericano de Ayuda a la Biblioteca
Nacional. En 1945 obtuvo el Premio Nacional de Fomento a la Cultura Antonio
Miro Quesada, en Periodismo; en 1959 también obtiene otro galardón para periodistas,
el Premio Cabotin. En 1975, el Embajador de Venezuela le otorga la Banda de la
Orden de Andrés Bello. En 1980 es incorporado como miembro de la Academia
Peruana de la Lengua y en 1994 es designado Presidente honorario de la Comisión
Nacional del Centenario de José Carlos Mariátegui.
Las publicaciones también merecieron un impulso especial de
parte de don Alberto. Muy joven, en 1930-1931, dirigió la revista Prometeo,
entre 1936 y 1937, editó la revista Palabra, al lado de José María Arguedas,
Emilio Champion y Augusto Tamayo Vargas. Luego, en 1942, dirigió la revista
Biblión. Además de las publicaciones de la Biblioteca Nacional ya mencionadas
fue director del Anuario Mariateguiano desde 1989 hasta su muerte, junto al
destacado investigador italiano, Antonio Melis.
Por otra parte, Tauro del Pino fue un autor muy prolífico.
En la bibliografía preparada en su honor por la Biblioteca Nacional, se
registran 805 entradas distribuidas de la siguiente manera: “Libros y folletos”
70; “Otras publicaciones” 115; “Cuentos, leyendas poesía y relatos” 13;
“Artículos y ensayos” 444; “Discursos y conferencias” 44; “Entrevistas y
encuestas” 49; y “Comentarios bibliográficos y cinematográficos” 972. Un rápido
repaso por su obra confirma nuestro juicio sobre don Alberto Tauro del Pino:
hombre de fecunda y amplísima obra, maestro que investigó y enseñó a
investigar, y que tuvo entre sus discípulos a quienes después serían destacados
estudiosos de nuestra vida cultural e histórica, como María Luisa Rivara,
coordinadora de esta serie. Luego de sus tesis sanmarquinas, Tauro del Pino
publicó constantemente.
Sin ser exhaustivo, solo menciono algunos títulos (entre
libros propios, enciclopedias, bibliografías, diccionarios y compilaciones) que
permiten tener un panorama de sus contribuciones e intereses intelectuales.
En 1935 publicó El indigenismo a través de la poesía de
Alejandro Peralta, dos años después su Allá vamos, al año siguiente analizó dos
revistas fundamentales de nuestra vida cultural, Contemporáneos y Cultura: dos
revistas de la generación modernistas, en 1942 publica El espejo de mi tierra,
en 1945 Amarilis indiana, al año siguiente su Elementos de literatura peruana,
en 1948 Navidad en la literatura peruana, después Historia e historiadores del
Perú, 1943-1946, en 1954 Los pequeños grandes libros de historia americana, en
1955 Guía de estudios históricos, en 1960 Amauta y su influencia, dos años
después El enigma de Amarilis indiana, en 1966-1967 su monumental Diccionario
enciclopédico del Perú ilustrado. Su muy útil libro, Hacia un catálogo de
seudónimos peruanos, apareció en 1967. En 1976 dio a conocer Clorinda Matto de
Turner y la novela indigenista y Noticia de Amauta, al año siguiente Debates
doctrinarios en la independencia del Perú y Rectores de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos en el siglo XIX, en 1979 La defensa de Lima, en 1986 Un año
fecundo en la vida de Andrés A. Cáceres, en 1987 José Carlos Mariátegui:
poesía, cuento, teatro, en el mismo año publicó su indispensable Enciclopedia
ilustrada del Perú: síntesis del conocimiento integral del Perú, desde sus
orígenes hasta la actualidad, entre otras publicaciones, en las que se debe
destacar la recuperación de los textos juveniles de Mariátegui en ocho
volúmenes.
En el análisis de su tesis doctoral, lo que llama la
atención es que no pusiera a disposición del amplio público lector su tesis de
1940, es decir, cuando contaba con 26 años de edad: “Presencia y definición del
indigenismo literario”, y que es motivo de estas páginas. Su trabajo está
dedicado a su padre, don Miguel Ángel Tauro con las siguientes palabras:
“A la memoria de mi padre, hombre sin par, íntegro, honesto.
Fue marino. Viajó mucho. Bajo el imperio del sentimiento,
quiso vivir para el sosegado ensueño que esta tierra le brindó. Y, a través de
largos años, calló la nostalgia que le hacía desear su propia tierra, su
tradición, su paisaje. Hasta que su aliento se confundió con el silencio de la
nada.
En el intenso ejemplo de su vida, sus hijos tenemos la más
perdurable herencia que pudo legar, una bella i siempre renovada lección.”
Como un apunte entre paréntesis, deseo señalar que en 1946
Tauro del Pino publicó en libro de alguna manera complementario de su tesis,
Elementos de literatura peruana (Ediciones Palabra en defensa de la cultura,
Lima), que dedica a su madre, doña Catalina del Pino.
En Presencia y definición del indigenismo literario, Alberto
Tauro del Pino ofrece una lectura polémica en su tiempo sobre el indigenismo,
propiamente dicho, y sobre el indigenismo literario. Su objetivo es, desde él,
comprender la diversa y amplia realidad cultural del Perú:
“[…] al reivindicar los valores humanos de los indios, el
‘indigenismo’ literario se me presentaba como una fiel, aunque parcial versión
de nuestra realidad social, nacida al calor de una remota y brillante tradición
histórica. Mas, comprendí que la vida de los indios no determina toda la
realidad social del Perú, que la tradición incaica no es toda la tradición
histórica de nuestro país. Comprendí que los criollos, los cholos i los negros
también tienen derecho a destacar la relativa importancia de sus aportes a la
cultura del país i su peruanidad.”
En primer lugar, destacamos la “reivindicación de los
valores humanos de los indios” que Tauro del Pino entiende como la principal
virtud del indigenismo, no obstante, no cae en el romanticismo fácil de
identificar lo indígena con lo nacional, pues rescata el aporte de las otras
culturas y contingentes étnicos en la conformación espiritual de la nación.
Recordemos que para 1940 José María Arguedas había publicado Agua en 1935, el
mismo año en que Ciro Alegría había ganado un concurso literario en Chile con su
célebre La serpiente de oro. En 1938, José Diez Canseco había puesto en
circulación su Estampas mulatas. Tres obras que, de manera inicial, mostraban
la diversidad cultural del Perú.
Pero para ubicar a Tauro del Pino es necesario reiterar que
perteneció a la generación inmediata posterior de la del Centenario, es decir,
la que protagonizó la llamada “polémica del indigenismo”, que tuvo como a sus
principales interlocutores a José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez.
Este debate se dio cuando Tauro del Pino contaba con solo 14 años, pero que
dado su interés precoz por los temas culturales, no es descabellado pensar que
lo siguió con atención. Pero también debió tomar nota de los cuentos de motivo
indígena pero que traslucen la mentalidad criolla, como es La venganza del
cóndor, de Ventura García Calderón, y que fue el motivo que llevó a Arguedas a
publicar sus primeros cuentos bajo el título de Agua, en 1935.
Por otro lado, los estudios exhaustivos de Luis Alberto
Sánchez (Panorama de la literatura actual, de 1934), y de Jorge Basadre sobre
nuestra historia (que concluyen en su voluminosa Historia de la República del
Perú), dejaron un modelo a seguir que retomaron Tauro del Pino y sus compañeros
generacionales como Tamayo Vargas, Lohmann Villena o Benvenutto Murrieta, por
ejemplo. Las investigaciones bibliográficas de Tauro del Pino constituyen una
expresión del esfuerzo por poner en orden la producción intelectual nacional y
facilitar con ello nuevos estudios integrales de carácter peruanista, que
escarbara en los fundamentos de la identidad nacional.
De este brillante ejercicio intelectual, Tauro del Pino
extrajo como conclusión de que el indigenismo no es la única matriz de la
identidad nacional. Por el contrario, tendió a explicar la nacionalidad como
una síntesis, término cercano a Víctor Andrés Belaunde. El mismo don Alberto lo
dice explícitamente: “creo haber llegado a una síntesis, al re-crear la significación
del indigenismo, fundamentando su valorización como nacionalismo literario”. De
alguna manera, la generación de Tauro del Pino buscó concluir las promesas de
las generaciones anteriores.
Sobre el sustento teórico, metodológico e histórico de la primera
parte de la tesis comentada, que lleva el mismo título, “Presencia y definición
del indigenismo literario”, es la que revela la concepción teórica,
metodológica e histórica del análisis de Tauro del Pino. Para él, la búsqueda
del indigenismo literario es la indagación por la conciencia nacional. La
premisa de la que parte es la siguiente:
“[…] no subordino el origen de la literatura nacional a la
mera existencia de la nación, sino a la aparición y el desarrollo de la
conciencia nacional. Porque la nación engendra e individualiza sus propias
formas de vida, cuando actúa como tal, para beneficiarse a sí misma; cuando su
situación histórica forja la unidad de sus elementos fundamentales.”
Otro elemento de la original explicación de Tauro del Pino,
es que sostiene que el término “indígena” lo único que significa es originario,
no se refiere a un grupo cultural específico; en este sentido, indígenas somos
todos, en tanto que somos propios de un lugar:
“[…] si bien se observa, tales acepciones de los términos
‘indigenismo’ e ‘indigenista’ son inexactas: porque ambos se derivan de la
palabra ‘indígena’, que designa a lo originario de un país determinado; y es
obvio que los indios no constituyen el único núcleo de población originaria del
Perú, pues a su lado estamos los cholos y otros mestizos, los negros y los
descendientes de emigrados europeos.”
Ya desde su punto de partida, Tauro del Pino está
enfrentando a las definiciones usuales del término: “En nuestra literatura se
ha venido aplicando el nombre de ‘indigenismo’, para designar la corriente que
otorga preferente atención al indio peruano, destacando su importancia social y
sus grandes cualidades humanas”. Pero si de lo que se trata es de encontrar la
identidad de lo peruano, el observador no puede cerrar los ojos a las diversas
tradiciones y culturas. En ese sentido, no ayuda mucho encasillar a los
diferentes contingentes en espacios acotados de la explicación y definiciones,
pues perderíamos lo que es justamente nuestra mayor riqueza: la diversidad. De
lo contrario, caeríamos en una mentalidad estamental propia del periodo
colonial:
“Como los encomenderos de otros tiempos, hemos llamado
‘criollos’ a los descendientes de españoles que se adaptaban a las costumbres del
país, hemos llamado ‘cholos’ a los mestizos cuyo nacimiento se debía al
matrimonio de un blanco y una india –o vicerversa–, hemos llamado ‘negros’ a
los de esta raza, y ‘zambos’ a los mestizos cuyo nacimiento se debía al
matrimonio de un blanco y una negra –o vicerversa–. Solo a los indios hemos
aplicado el apelativo de ‘indígenas’ ”
Pero recordemos que el Inca Garcilaso se refería a sus
hermanos como indios, como una forma de distinción de los otros contingentes
culturales. Dentro de la línea argumentativa de Tauro del Pino, indígenas
serían todos los originarios, sin distinción. Ante ello: “Para designar a sus
hermanos de América, los españoles idearon un nuevo término: ‘Indiano’”. Y, aún
después de la independencia, continuaron siendo indianos los europeos que se
enriquecían en América, o los americanos que no eran indios”
Por más que el orden colonial impidiera el entrelazamiento
de las culturas, especialmente la de europeos e indios mediante el
establecimiento de la división en República de españoles y República de indios,
el contacto se dio, y de manera muy intensa; pero lo que sí consiguió fue
subordinar a la población autóctona y despojarla de su legítima aspiración a
conducir la nacionalidad. Como señala nuestro autor:
“[…] la conquista española ahogó la posibilidad de que la
cultura incaica presidiera la unificación de nuestras formas de vida. Y durante
tres siglos se fue preparando el alumbramiento; pues, aunque los conquistadores
y los conquistados mantenían una oposición esencial, éstos habían desmedrado la
sobria tonicidad de su antigua cultura, y aquellos no conservaban intacto el ligamen
que los unía a España.”
Posteriormente, advino una nueva actitud desde el
romanticismo, de la identificación con el pasado que no necesariamente excluía
a los otros elementos no indígenas. Por el contrario, el ímpetu por cambiar el
estado de cosas tenía como objetivo modificar los patrones de vida, dejando las
exclusiones a favor de la convivencia. En esta actitud resalta el poeta
arequipeño Mariano Melgar:
“Y esta fue la esencia de la actitud romántica, la esencia
de su pregón a favor de la amorosa identificación del hombre con el paisaje y
con las tradiciones, a favor de un acercamiento al ensueño simbolizado en los
países lejanos. Con su gran sensibilidad, nuestro Mariano Melgar intuyó tal
actitud y fue su precursor, pues cantó la libertad, supo reconocer las más
gloriosas tradiciones nacionales, amó el paisaje y, con gesto fraterno, se
acercó a ese pueblo indio, tan preterido e ignorado.”
Derrotado Melgar en el terreno político-militar, y los
románticos en general en el campo literario, que es lo que expresa la
conciencia nacional según Tauro del Pino, se necesitó esperar el advenimiento
de un gobierno firme, que estabilizara la vida social y la pacificara, para que
el romanticismo se pudiera propalar en el Perú:
“El romanticismo solo
se expandió en el Perú, bajo la influencia pacificadora de don Ramón Castilla,
porque su ordenamiento del gobierno y su liberalismo práctico le crearon un
clima propicio. Por lo tanto, su aparición es un resultado del ambiente
histórico, y mal juzgan quienes la presentan como un producto exclusivo de la
imitación.”
A pesar de su práctica expulsión de la nacionalidad, que se
reflejaba en las leyes y en el funcionamiento de las instituciones, y hasta en
el propio lenguaje, el indio dio siempre pruebas de querer ser parte de ella
como miembro en igualdad de condiciones a cualquier otro. Quizás para ello
debió esforzarse el doble que los grupos privilegiados, básicamente criollos y
occidentalizados. No obstante, en los momentos de crisis y desgracia, como en
la Guerra del Pacífico (1879-1883), a pesar de no gozar de los derechos plenos
ciudadanos, su entrega fue total:
“Después del desastre, se hizo necesaria la esforzada
reconstrucción del país; y, herido por la cruda realidad, el pensamiento se
incorporó sin reservas a la magna tarea, como si aspirara a movilidad todas las
energías. Aún estaba fresca la imagen del soldado indio, tesonero sostén de la
resistencia opuesta al invasor extranjero, milagrosamente eficaz en las
improvisadas guerrillas que poblaron las breñas andinas; y en su defensa se
alzaron las voces más preclaras del momento, considerando la magnífica
esperanza que su ‘regeneración’ abriría ante el porvenir de la patria. Devino
el realismo.”
El reconocimiento de la abnegación del indio se trasladó a
la literatura. Fue entonces, sostiene Tauro del Pino, cuando “el indio fue convertido
en personaje literario”, surgiendo toda una corriente de denuncia de las
opresoras condiciones en las que transcurría su vida. Evidentemente, el proceso
del indio no seguía su cauce en solitario, sino que a su lado, paralelamente a
veces, cruzándose en otras, se iban consolidando las otras expresiones
auténticas de la vida nacional. En tal sentido, por ello…
“Hoy conviven, por eso, el criollismo costumbrista y el
indianismo que antaño florecieran, y surgen empeñosos defensores del cholo
mestizo y del negro. Esto significa que los elementos de nuestra nacionalidad
se hallan en pleno proceso de afirmación y sedimentación, proceso que anuncia
el próximo y luminoso advenimiento de la unidad nacional y, consecuentemente,
el advenimiento de una conciencia nacional.”
Tómese nota que esto lo escribe Tauro del Pino en 1940, es
decir, mucho antes de que surgieran las reflexiones y los debates acerca de la
identidad chola del Perú, primero con el aporte de José Varallanos, El cholo en
el Perú, de 1962, y luego con el texto de Aníbal Quijano, Lo cholo y el
conflicto cultural en el Perú, de 1980, proponiendo que la identidad peruana se
fundamenta en el contingente cholo, precisamente, como síntesis de las diversas
herencias culturales pero desde el componente popular.
Desde su mirada sobre la evolución histórica, que se engarza
con los diversos momentos espirituales de la nación, nuestro historiador
prosigue:
“[…] después de la guerra con Chile, se alza, en el Perú, la
voz denunciatoria de don Manuel González Prada, fustigando a la oligarquía que
labró la barrancota i condujo al país hacia el desastre, levantando el ánimo de
las juventudes para orientarlas hacia la reconstrucción.”
González Prada constituye, entonces, un hito en nuestra
evolución cultural, quien ofrece un doble registro: el de la denuncia social y
el aporte literario. Por un lado, analiza los problemas del país para encauzar
sus esfuerzos hacia la reconstrucción nacional y, por otro lado, su
“parnasianismo i simbolismo revelan el ansia que lo impulsaba hacia la
adaptación de las experiencias ajenas.”
Un momento clave en perspectiva de la mencionada
reconstrucción lo constituyó la llamada “revolución de 1895”, comandada por
Piérola. Cerrado el tiempo del militarismo post-guerra advino un tiempo de
estabilidad política, crecimiento económico y aparición de nuevos sujetos
sociales, lo que en conjunto, permitieron el surgimiento de nuevas expresiones
literarias:
“[…] el cisma del civilismo i la demagogia populista de
Billinghurst forjaron las condiciones favorables para la aparición del
modernismo en el Perú: porque interrumpieron el señorío de las costumbres
feudales y la doméstica trabazón de la oligarquía, e introdujeron nuevos
elementos en la vida activa del país, nuevos matices en su tonalidad política,
nuevos gérmenes en su rica floración espiritual.”
Y agrega:
“Precisamente, se debe al modernismo una subjetiva
exaltación de la flora y fauna peruanas, el susurro de aquella conciencia que
luego ha venido clamando por la incorporación de las regiones interiores al
medio nacional, y cierta apreciación del incario como antecedente primigenio de
nuestra cultura. Tal como lo anuncia el aliento poético de José Santos Chocano,
Abraham Valdelomar o Enrique Bustamante y Ballivián.”
Aparece entonces una literatura de carácter regional que “se
pronuncia a favor de la incorporación de los indios”. La “ideología del pueblo
se infiltra en la cultura”, y se impone una inquietud por el folclor: “es
evidente que nuestros problemas históricos, sociales i culturales se han
reflejado en la literatura”. Pero no olvidemos que no hay obra literaria sin su
autor, sin la presencia insoslayable del escritor que se identifica con su
pueblo y traduce en sus escritos su preocupación por los problemas nacionales y
“resume la cálida simpatía amanecida en la solidaria comunidad de la nación; a
esta literatura la identifico con el nombre de indigenista”
Luego, Tauro del Pino arremete en contra de los
exclusivismos literarios que pretende, cada uno de ellos por su parte, que la
realidad de carácter regional, étnico o local que expresa represente a la
nación en su conjunto. Por ello, sostiene, “se necesita equilibrar la
participación que esas tendencias deben tener en el desarrollo de la conciencia
nacional”.2Ello implica combatir el afán que muestran por “imponer la fuerza
normadora de su tesis, con el propósito de convertirla en pauta y medida de los
esfuerzos conducentes a la unidad espiritual de nuestra literatura”
La mirada que trasunta Tauro del Pino es amplia y
tempranamente se opone a los particularismos, que no permiten entender “el
complejo entrelazamiento que vincula todos los problemas nacionales. Tanto el
indianismo como el criollismo, tanto la tendencia que exalta al cholo como la
que reivindica al negro, son la manifestación de un particularismo, basado en
los caracteres étnicos de los núcleos humanos predominantes y en la afirmación
de sus latentes cualidades espirituales”. Por ello, el indigenismo literario
debe ser entendido como un “fenómeno social concreto”, de lo contrario, cada
manifestación particular y concreta será desconectada del “fenómeno social que
la engendra”
Tauro del Pino propone que, para entender a cabalidad el
carácter y la extensión del indigenismo literario, hay que tomar en cuenta dos
factores: “1º, la influencia histórica de ese medio social; y 2º, la
intervención personal del escritor. De manera que el origen del indigenismo se
explica mediante la influencia de la sociedad y del individuo”
Con respecto a José Carlos Mariátegui, nuestro autor
sostiene que sus reflexiones se refieren solo a la “tendencia indigenista”, que
es fundamentalmente la “reivindicación de lo autóctono”:
“Y, en efecto, la literatura indigenista se insinúa y
florece cuando el hombre vuelve sus miradas hacia la tierra, cuando se
identifica con ella y pugna por enaltecer sus valores. Es fruto sazonado por la
sabía naturaleza, prolija auscultación de las energías que impulsan nuestra
vida, serena o dolida versión de nuestra intimidad. Revela estupor del alma
ante la variedad y la grandeza del paisaje, y, sobre todo, esa humanísima
aspiración que a todos conduce hacia la búsqueda de tiempos mejores.”
No obstante, Tauro del Pino enuncia el reparo, pues afirma
que en tanto todos los climas pueden ser propicios para ese florecimiento, no
podemos hablar de un fruto excepcional: “Nosotros lo hemos llamado indigenismo,
alentados por el deseo de presentar al indio como eje de la realidad social de
nuestro país”. Pero precisa aún más su definición:
“[…] la denominación más exacta, o más universal, sería la
que presentara este fruto como nacionalismo literario. Porque su virtud
consiste en volcar el espíritu hacia los propios valores, a despecho de ese
espejismo que siempre convierte en seductores los valores ajenos. Porque
acrecienta y fortalece la solidaridad, la comprensión y la simpatía que deben
vincular a los elementos de nuestra nacionalidad.”
Esto ya es conquista de nuestra originalidad, a la que solo
se puede acceder cuando se alcanza la madurez, “que implica una paciente y
discreta asimilación de cultura. Es síntesis de lo universal y lo particular,
de lo permanente y lo perecedero”
. Y aquí aparece una de las propuestas más interesantes de
Tauro del Pino, al sostener que el indigenismo literario solo puede ser
original “en tanto que sus elementos particulares convivan al lado de lo
universal, en tanto que su aliento sentimental coincida con las inquietudes
contemporáneas y revele una sincera identificación con las necesidades
nacionales”. La huella de Mariátegui está presente en la propuesta de Tauro del
Pino, cuando aquel vinculaba, especialmente en su artículo “Lo nacional y lo exótico”,
la experiencia nacional con la del mundo entero. Para nuestro personaje, el
indigenismo literario es parte de nuestra emancipación intelectual: “tanto su
grado de originalidad como su calidad intrínseca, depende del acierto con que
fraternice lo universal y lo particular, o de su aproximación a un ideal de
belleza que refleje la convivencia de lo permanente y lo perecedero”. Concluye
Tauro del Pino esta parte teórica de su tesis con la siguiente afirmación que
es, también, su base metodológica:
“[…] al estudiar una obra indigenista, el crítico no deberá
limitar su atención a las modalidades exclusivamente estéticas o literarias: de
manera primordial, deberá relievar las influencias que han determinado su
creación. Y, por eso, estudiará el medio social que vive en la obra literaria
indigenista; procurará armonizar tal estudio con el conocimiento de la historia
social, para aquilatar las perspectivas que la obra literaria compendia, y para
penetrar en su más profundo sentido humano; y hará un esclarecimiento, en torno
a los impulsos y el alcance de la intervención del escritor.”
Tauro se pronuncia en contra del sectarismo del indigenismo
indianista de “Alfredo Yépez Miranda, exégeta del indigenismo indianista”. En
La segunda parte de su tesis Tauro del Pino pasa a contrastar sus propuestas
teórico-metodológicas con dos representantes opuestos. Por un lado, polemiza
con Alfredo Yépez Miranda, exegeta del indigenismo indianista y, por otro lado,
con Teodoro Núñez Ureta, detractor del indigenismo. El objetivo de Tauro del
Pino es demostrar cómo ambos autores representan a sendas posiciones
absolutamente divergentes, y que, por ello, ninguno puede comprender la
literatura nacional.
Yépez Miranda, miembro de la misma generación de Tauro del
Pino, escritor cusqueño que llegó a ser rector de la Universidad San Antonio de
Abad, ofrece una lectura demasiado particularista que desdeña otras expresiones
literarias del país. Los juicios que Tauro del Pino emite sobre él son
absolutamente duros, aunque justificados:
“Bajo la influencia de un estrecho sentimiento localista,
Alfredo Yépez Miranda niega su comprensión a todas las manifestaciones de
cultura que no le hablen de su localidad; niega valor a los hechos históricos,
económicos, sociales e individuales que hubieran sido determinados en extraños
lares; y, consecuentemente, se podrá apreciar que en su concepción del mundo se
reflejan tales limitaciones, que su sensibilidad ha sido deformada.”
Tauro del Pino detecta en Yépez Miranda un “deficiente
conocimiento de la historia nacional, que lesiona la sustentación ideológica
del indigenismo”. No hay en sus enunciados, afirma nuestro estudioso, una
comprensión cabal de nuestro proceso nacional que ayuda a explicar,
precisamente, las diferentes manifestaciones espirituales que se transmiten por
medio de la creación literaria. Esta ignorancia impide la formación de la
conciencia histórica que obnubila la serenidad de juicio y espíritu
constructivo, y este desconocimiento abre paso “a una necia censura o al
nihilismo”. Un ejemplo de lo dicho es la afirmación superficial de Yépez
Miranda, continúa Tauro del Pino, cuando se refiere a que la independencia fue
un mero cambio de nombres, mostrándose incapaz de comprender el heroísmo “que
debieron almacenar nuestros próceres para adaptar su conciencia a la necesidad
de la emancipación” Y sentencia:
“Quien no siente esa identificación, quien no se muestra
sensible a los soberbios motivos que arraigan el alma al terruño, quien no
encamina sus esfuerzos a lograr la precipitación de una síntesis nacional, ese,
es tan poco permeable a los altos estímulos de la conciencia nacional como lo
es Alfredo Yépez Miranda.”
Por otra parte, este autor deja traslucir su “precipitada y
errónea visión de la realidad nacional, que parcializa y deforma la comprensión
de las proyecciones inherentes al indigenismo”. Tauro del Pino afirma, llevando
su reflexión a niveles filosóficos, que la expresión literaria es parte de la relación
entre paisaje y espíritu. En un primer momento, el paisaje domina al espíritu, pero
luego, y lentamente, este se va haciendo cargo de la sucesión de vivencias
imprimiéndole fuerza; así, “el espíritu observa, aprehende y explica las
cualidades de los objetos; y llega, a veces, hasta atribuirles las propias
vivencias”
. Es decir, el espíritu se apropia del mundo exterior para
proyectarse luego sobre él hasta casi modelar sus manifestaciones en el
paisaje, imprimiéndole sus características, contradiciendo aparentemente “la
‘división espiritual’ engendrada por la ‘demarcación geográfica’ ”. Esto es lo
que no logra percibir Yépez Miranda, afirma Tauro del Pino, pues solo es capaz
de reconocer la influencia del medio en el espíritu, dejando su análisis
trunco, “y, cuando trata de precisar cuáles son nuestras modalidades
espirituales, las circunscribe a las fundamentales regiones geográficas del
país”. Desde esta perspectiva, no debe sorprender su mirada dual de la realidad
peruana entre Costa-Sierra en detrimento de la primera, y en beneficio
exclusivo de la segunda: “no es justo creer en la dualidad del Perú, pues su
fisonomía general es más compleja”
Continuando con sus críticas a la obra de Yépez Miranda,
Tauro del Pino refuta sus premisas marxistas, pues no ayuda a explicar nada,
dice, sustentar mecánicamente que la creación literaria deriva siempre “de la
estructura económica y las tendencias políticas de un país determinado”.
Nuevamente, aquí ingresa el papel del individuo-escritor: “Porque el escritor
es mui sensible a los cambios que se operan en la estructura económica y en la
correlación de las fuerzas sociales que ella mueve, y en sus obras puede
registrar hechos que no hayan alcanzado concreción definitiva, contribuyendo a
precipitar su desenvolvimiento”43. El elemento humano es fundamental en la
interpretación de Tauro del Pino, pues señala que si bien el hombre “se aferra
a su hogar, a su parcela, a su terruño, y, al vivir para ellos, cree portarse
egoístamente; pero, afirmando el sentimiento de su localidad, contribuye a
estructurar la conciencia nacional”
En la propuesta de Tauro del Pino, el indigenismo literario
involucra varios componentes que tienden a la constitución del nacionalismo
literario. Dice: “Sus aspectos –indianista, cholista, criollista, etcétera– no
revelan oposición entre los elementos formativos de la nacionalidad, sino la afirmación
y la negación que prepara la síntesis nacional” Nuevamente, aparece la idea cara a Belaunde,
quien en diferentes textos, y ya vuelto a su fe católica, entendía la realidad
nacional como una “síntesis viviente”. No obstante, no se puede afirmar que
Tauro del Pino compartiera el corpus ideológico del pensador arequipeño, pero
sí reivindicaba como él la conjunción de las distintas vertientes culturales y
espirituales, sin exclusivismos. En este sentido, Tauro del Pino afirma:
“El Perú no es la obra exclusiva de los indios, ni de los
cholos, ni de los criollos, sino una síntesis de los esfuerzos realizados por
estos y otros elementos; y, por lo tanto, aquella literatura que sólo se
inspire en el espíritu de los indios, no será una ajustada expresión del alma
nacional.”
Para concluir su refutación a Yépez Miranda, Tauro del Pino
tiene páginas dedicadas a la reivindicación de lo costeño como parte de la
nacionalidad. Aquello de suponer que todo lo positivo y exaltable proviene de
la sierra únicamente, es para nuestro autor, una concepción deleznable. Para muestras,
ahí están los ejemplos señeros de pensadores como Manuel González Prada,
Ricardo Palma, José Santos Chocano, José Carlos Mariátegui y José María Eguren.
Finalmente, “Lima es el centro donde con más intensidad se vive el doloroso
proceso de amalgamación y síntesis, a través del cual se va forjando nuestra
idiosincrasia”.
Se pronuncia, igualmente, en contra del sectarismo
anti-indigenista. En la Tercera Parte de su tesis sobre “Teodoro Núñez Ureta,
detractor del indigenismo”, Tauro del Pino se va al otro extremo de la
polémica, para analizar y criticar los postulados de Núñez Ureta, tenaz
opositor de la corriente indigenista. En primer lugar, sostiene que este autor
ha tenido una gran influencia de la cultura europea. Pero en vez de aprovechar tan
benéfica influencia para llegar a una elaborada síntesis, lo ha llevado, por el
contrario, a sostener conceptos falsos sobre el arte y su determinación, por lo
tanto, a una mala comprensión del indigenismo artístico. Es cierto que cada
medio social influye en la manera de ver del artista, pero ello no supone, no
debería al menos, que se pueda legitimar una manera de ver particular por
encima de otros modos de existencia
Sobre la relación
artista-vida social, Tauro del Pino sostiene la siguiente tesis:
“[…] es justo concebir que hoy vive el arte una época de
crisis, por haberse roto el acuerdo entre el artista y la vida social. Pero no
es estrictamente justo creer que el artista y la vida social marchan, ahora,
por caminos ideológicos distintos, o por caminos encontrados, pues ello
equivale a mirar de una manera simplista la evolución de la sociedad y del
arte”
Lo que no permite:
“[…] percibir que está impulsada, en realidad, por un doble
proceso: decadencia y desintegración del arte de los grupos dominantes, por un
lado, y por otro, oponiéndose a este proceso y superándolo, el proceso de
formación y desarrollo progresivo del arte de los grupos sociales más
vigorosos.”
Por esta razón, resulta equivocado negar al indigenismo
conciencia universalista. No se puede objetar, afirma Tauro del Pino, que los
problemas de la conciencia humana son universales, y que sus manifestaciones
que responden a su época y lugar son particulares: “Y, en lo que respecta al
indigenismo, hemos de ver que contribuye a determinar los valores de la
conciencia universal, en tanto que revela las manifestaciones de conciencia de
una colectividad determinada”. La corriente indianista del indigenismo
artístico no puede, en exclusividad, pretender “salvar al indio”, pero sí actúa
a favor de su integración de acuerdo a los valores democráticos y que se
“favorezca la conquista de sus aspiraciones económicas y espirituales”.
Pero Tauro del Pino advierte que no se trata de adoptar una
posición protectora del indio, como lo quiere la posición indianista, pues ello
supone ver al habitante de los Andes de una forma que lo minusvalora, que
ofende su condición humana, como si de caridad se tratara54. Justamente en este
punto es que Tauro del Pino encuentra el principal foco de crítica a la postura
de Núñez Ureta: lo que él define como protección no es sino un elemental acto
de justicia. No hay razones para suponer diferencias entre el indio y nosotros :
los indigenistas “no se sienten ultrajados, sino olvidados por un absurdo
centralismo”. Finalmente, Tauro del Pino, concluye con una reivindicación de
nuestra pertenencia a la humanidad entera:
“Nosotros somos una parte de la humanidad porque existimos,
y porque tenemos nuestros propios derechos, intereses y aspiraciones. Nosotros
podemos crear nuestras propias formas de cultura, porque la filosofía de
nuestros problemas es específica. Y desde que tenemos consciencia de lo que
representamos y de lo que podemos hacer, tenemos nuestra propia personalidad.”
En conclusión el análisis de la tesis de Alberto Tauro del
Pino nos permite constatar que la mirada que él echaba sobre nuestro proceso
literario estaba ligada íntimamente a otros procesos que excedían al fenómeno
propiamente literario, como el social, el económico, el proceso histórico, y
otros. No por ello ofrece una explicación estructuralista sino que interpone,
entre el medio social y la obra, al propio autor. Por esta razón es que en el
primer punto de sus Conclusiones sostiene lo siguiente: “en la literatura
peruana se debe aplicar el nombre de indigenismo a la corriente que se inspira
en la identificación del escritor con la tradición, la realidad y el destino
del Perú”. Complementariamente, el indigenismo literario, al ser y tratar temas
de peruanidad, debería ser denominado mejor como “nacionalismo literario”.
Contrario a lo que puede parecer a primera vista, el uso del
término indígena en Tauro del Pino adquiere un contenido y una dimensión mucho
más amplias de las que usualmente se le daba (y, en cierto modo y determinados
espacios sociales, se le sigue dando). Con el término indígena, nuestro autor
se refiere a lo propio en su totalidad, y elude con ello cualquier pretensión
particularista. Esta mirada le permite entender la literatura nacional como la
convivencia mutuamente retroalimentada de las diversas expresiones literarias,
tramontando las adscripciones locales, regionales o culturales. A partir de
este reconocimiento de la diversidad en igualdad de condiciones Tauro del Pino
reitera la humanidad de lo propio dentro de la experiencia universal, con un
sentido profundamente democrático.
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